Los argumentos animalistas





Una reflexión abstracta y sin embargo concreta sobre un tema lejano y al mismo tiempo cercano a todos nosotros.

El terreno común

A continuación trataré de demostrar que los argumentos "antitaurinos" usuales caen en lo que llamaré "el dilema esencial del animalismo". Luego de plantear tal dilema, esbozaré una alternativa y, por último, me referiré tangencialmente al toreo.

Los argumentos animalistas tienen sentido solo si concebimos que los animales tienen derechos. Tal idea, a su vez, solo puede ser comprendida en el marco de una sociedad políticamente laica y moralmente "historicista" (no-naturalista). Esto es, una sociedad que crea que los argumentos para defender valores políticos no pueden fundarse en verdades últimas, sino en conceptos que se modifican con el transcurrir de la experiencia histórica de las comunidades humanas.

En efecto, solo en un marco así se puede desechar como fundamento de valores políticos la idea judeocristiana de que los humanos somos, por potestad divina, dueños y señores de la creación, y que por lo tanto tendríamos derecho de hacer con los animales lo que quisiéramos. De modo similar, únicamente en ese marco puede rebatirse la idea moderna de que solo las personas tienen derechos.

El animalista contradictorio

En ese marco, la posición animalista tiene como base el emotivismo de los utilitaristas clásicos: ya que se debe evitar, o cuando menos mitigar, el dolor del sujeto de derechos, si los animales son sujetos de derechos, toda acción que les produzca dolor injustificado debería estar prohibida legalmente.

Por supuesto, tal posición obligaría a prohibir, en particular, la práctica de producción de carne para consumo humano, a menos que se garantizaran procedimientos indoloros para el sacrificio de nuestros compañeros de reino.

Ahora bien, esta posición admite que los animales no tienen los mismos derechos que nosotros: es admisible matar intencionalmente a ciertos animales, aunque deban buscarse mecanismos de reducción o eliminación del dolor, para satisfacer ciertas necesidades humanas básicas —v. g., alimentarse—; no lo es, cuando se trata de satisfacer caprichos individuales —v. g., "diversión"—. En este punto cabe preguntarse, dado que uno se puede alimentar sin comer carne, por qué eso no cuenta como "capricho".

Pues bien, como hace tiempo señaló John Stuart Mill, el utilitarismo no entiende el "placer" meramente como la satisfacción de ciertas necesidades básicas, sino como la expresión de las facultades más elevadas del espíritu humano. De modo que la frontera entre "necesidades básicas" y "caprichos" es borrosa, pues lo que hace que tengamos ciertos derechos que los animales no poseen es justamente

· que no satisfacemos nuestras "necesidades básicas" de cualquier manera —no solamente nos alimentamos, dormimos o nos reproducimos, sino que lo hacemos de cierto modo, bajo ciertas condiciones (eso es lo que llamamos propiamente "placer")—,

· y que lo que podríamos llamar "necesidad básica" de un ser humano va mucho más allá de las necesidades básicas del resto del reino animal.

Así, el argumento animalista que depende de la distinción entre "necesidad básica" y "capricho" no se sostiene: ¿acaso para un ser humano no es tan importante alimentar su espíritu como alimentar su cuerpo?, ¿y acaso no está eso relacionado con lo que propiamente puede llamarse "sentir placer"?; parafraseando a Mill, ¿puede un cerdo, cuando come, duerme o se reproduce, "sentir placer" en el sentido de "ser consciente del placer"?; ¿y no es eso lo que permite establecer la distinción entre nuestros derechos y los del resto de animales?

En resumen, el animalista que esgrime este tipo de argumentos, amén de hipócrita (porque quiere llamar "capricho" al placer cualificado de otro pero no al propio), desconoce los fundamentos de su argumentación.

El animalista dogmático

Cabe, no obstante, rechazar los fundamentos anteriores y enfocar la argumentación en la vida animal como un valor que está al mismo nivel de la vida humana.

Según esta perspectiva, nuestras relaciones con los animales no deberían ser de propiedad, pues nuestros compañeros de reino son tan importantes como nosotros; no podemos hacer lo que queramos con ellos; ellos no están impunemente a nuestro servicio.

Esta perspectiva debería ser ampliamente discutida pues, por ecológica que parezca, deja enormes dudas por resolver, que no por obvias dejan de ser relevantes: ¿vale lo mismo la vida de un niño que la de, digamos, un gato?, ¿es moralmente idéntico alimentar a un perro callejero o a un indigente?, ¿soy moralmente malo si mato al zancudo que no me deja dormir?

Además, tal posición es problemática porque, en el marco valorativo antedicho, de hecho estaríamos obligando a la gente a actuar como si el vegetarianismo, en cuanto doctrina que considera moralmente malo comer animales, fuera Verdadero, lo cual atenta contra el principio de no afincar valores políticos en verdades últimas.

En el marco donde se están discutiendo estas cuestiones tal posición no puede fundamentar ningún argumento admisible: se trata de una concepción de la moralidad basada en nuestra comunidad metafísica con la naturaleza, que uno podría sostener como guía de las propias acciones, pero que no puede pretender imponer a toda la sociedad.

De hecho, ni siquiera se sostiene como actitud personal admisible, al menos no para quienes compartimos los valores liberales (post)modernos. El espíritu de nuestros tiempos hizo posible la comprensión de los valores morales, no como dogmas, sino como productos del análisis y el debate sobre la historia de nuestras sociedades.

Por ejemplo, si hoy comprendemos que los seres humanos deben tener ciertos derechos inalienables no es porque tengamos tales derechos "por naturaleza", sino porque la historia nos enseñó que tales derechos son el límite que debe imponerse a instituciones monstruosamente poderosas, los Estados, que pueden hacerle la vida imposible a comunidades enteras.

Me parece que va en contra de ese espíritu, que es la fuente misma de nuestra actual preocupación por los derechos de los animales, recurrir a valores absolutos, por ecológicos que parezcan.

Un esbozo de propuesta alternativa

A David Hume le debemos la idea de que son nuestras relaciones con los otros las que determinan nuestra moralidad. Esto permite poner el acento en el punto de encuentro real, efectivo, entre nosotros y los otros —plantas, animales, otros seres humanos—. Así, nuestros valores morales no deberían estar dictados por discursos metafísicos-universalistas, sino por éticas relacionalmente diferenciadas: una cosa son las relaciones que podemos establecer con un zancudo o una pulga, otras distintas las que establecemos con gatos o perros y otras más las que podemos establecer con otros seres humanos; nuestra escala de valores debería estar determinada por esas distintas posibilidades relacionales.

Es muy popular treparse en la retórica de que los "animalitos" son igual o más valiosos que los seres humanos. Pero es irresponsable. En el fondo, se trata de una renuncia imposible a nuestra posición de poder: hay un sentido relevante en el que los seres humanos estamos irremediablemente arriba de la pirámide; en el que toda la naturaleza está en nuestras manos. ¿Asumiremos esa responsabilidad seriamente, honrando las tradiciones que nos permiten reconocerla, o preferimos quedarnos en la cómoda posición que distingue entre los moralmente buenos amigos de los animales y la gente mala que come carne, mata zancudos y va a corridas de toros?

Apéndice sobre la tauromaquia

Si bien no es mi intención defender el toreo, sino promover una discusión seria sobre este, ello pasa por entender su valor cultural.

Lo importante es el camino: defender nuestra tradición deliberadora; no dejarnos tentar por fáciles alternativas dogmáticas disfrazadas de sensibilidad ecológica. Dicho esto, aquí va lo que podría ser un argumento razonable a favor de la "fiesta brava", enmarcado en la idea de las variadas relaciones que podemos establecer con los animales:

Las corridas de toros son el último rito que se preserva en Occidente para solventar simbólicamente nuestras relaciones con los "dioses del lado oscuro" (es decir, para asumir el hecho inevitable y cruel de que, como parte de la naturaleza, destruimos, matamos y causamos dolor). Que se use un rito en el que lo simbolizado —la muerte— está presente en realidad, y no meramente en símbolo, solo indica que el asunto es más complicado de procesar para la condición humana que cualquier otro tema.

Lo cual parece implicar que los amantes de las corridas de toros son más "naturales y humanos" que los "antitaurinos" mismos: están presentes en el rito, participan activamente en él, no eluden su responsabilidad, sino que tratan de transfigurarla convirtiéndola en parte de un ejercicio estético.

¿Quién puede afirmar, a la luz de lo dicho sobre lo difuso de las fronteras entre las necesidades básicas y los "caprichos" personales, que la transfiguración estética de nuestras relaciones con la naturaleza no es tan importante para nosotros como la necesidad de alimentarnos? ¿Quién puede asegurar que dar a un animal la oportunidad de enfrentarse a uno de los nuestros en un rito mortal no es menos hipócrita que pronunciarnos contra las corridas de toros después de haber disfrutado de un jugoso filete? ¿Quién puede asegurar que no está siendo dogmático cuando pretende que apliquemos a todos los animales los mismos estándares valorativos?

Coqui García 

Yecid Muñoz Santamaría


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La belleza de la corrida de toros

No tuvo la culpa España de haber nacido con un toro de casta pisándole los talones. Era una bestia salvaje que crecía en todas partes. Era indómito y bravío; se le cazaba en los bosques como al oso y al jabalí.
Bosques completos eran dominios de toros, cazarlos y defenderse de ellos se volvió necesidad, de la que poco a
poco fue naciendo el arte de saberlos lidiar. Salían campesinos y gente de la nobleza con lanzas, algarabía y algunos perros de presa. Se internaban por los bosques hasta encontrar a la alimaña y ... ahí era la fiesta.
Unos sacudiendo trapos y otros con lanzas hasta conseguir someterlo. Esa faena de antaños, se fue volviendo con el tiempo lo que conocemos como la "Corrida de Toros"
Fueron naciendo criaderos, se fue perfeccionando la raza, le mejoraron los cuernos, se fue embelleciendo su estampa y para no matarlo amarrado como se mata a un cerdo, esa nación de guerreros lo enseñó a morir en su ley.
La corrida es un duelo y un duelo a muerte...¿Por qué el toro tiene que morir? si después de lidiado el toro queda vivo, no habría lugar en la hacienda para guardarle pues mantendría una peligrosidad incontrolable.
Algunas veces excepcionalmente se indulta, es decir, se le tolera aquel peligro dadas sus extraordinarias características dignas de ser transmitidas entre la vacada del cortijo.
En un tiempo, la corrida fue calificada de suicidio o enfrentamiento temerario. Pero la lidia se fue puliendo ya que no se trataba sólo de derrochar valor, sino de hacerlo con arte y belleza. Y a la hora de matar no darle un golpe de hacha o plomazo a distancia, sino saber llegarles hasta los cuernos, arriesgándose por entero para colocarles el acero......



22/07/2012
LA VISIÓN HISTÓRICA

Según historiadores, el toro primitivo ibérico desciende del uro salvaje que habitaba en el centro de Europa. Al transcurrir del tiempo el uro se transforma, en la Península Ibérica, en el toro de lidia, al ser domado para el espectáculo de las corridas de toros, cuando un arte singular, la tauromaquia o la ciencia de torear, aparece. Sin embargo, es a partir del siglo XVIII cuando asoman las ganaderías organizadas para la producción del toro de lidia, constituyendo la bravura la característica esencial del toro ibérico.
Cuando los pobladores de la península ibérica vieron por primera vez un uro, era imposible que imaginaran que aquel 'bicho' con dos cuernos enormes y más de 600 kilos de peso fuese el antecedente de la Fiesta por antonomasia de nuestro país.  Los orígenes de este bóvido son confusos, pero ya Julio César lo describió en sus crónicas como 'urus'. Con el tiempo, el uro Se extinguió. Allá por la Edad Media casi no se podía encontrar, pero en España el germen ya estaba plantado.
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EL TORO BRAVO

Raza característica de los bóvidos que sólo existe en la Península Ibérica, en el sur de Francia y en aquellos países de Latinoamérica en los que los españoles lo exportaron después del descubrimiento.
Sus orígenes se remontan hasta el plioceno inferior, cuando ya existen ramas diferenciadas de bovis, capra, antílope y bos. Del periodo paleolítico medio de la edad de piedra data el aurochs —del que procede todo el ganado vacuno actual—, y descienden el Bos primiginius y el Bos brachyceros, que en el neolítico dieron lugar al uro primitivo, reproducido muchas veces en las cuevas del Levante y norte de España y del sur de Francia (Véase Arte paleolítico). Los primeros datos históricos que lo mencionan aparecen recogidos en códigos asirios, 1.000 años antes de Cristo, que aluden a las cacerías de estos animales salvajes.
En España, el toro vivió en estado semisalvaje hasta el siglo XVII. El toro actual, el de nuestros días, es el resultado del trabajo de selección efectuado desde principios del siglo XVIII por los ganaderos de distintas regiones españolas mediante la prueba de la tienta a fin de elegir para su reproducción ejemplares en los que concurran determinadas características, aquellas que permitieran el ejercicio de la lidia, es decir, la sucesión de suertes que se ejecutan en las corridas de toros desde que el toro sale al ruedo hasta que, una vez que el diestro le ha dado muerte, es arrastrado por las mulillas. Estas características han variado tanto a lo largo de los siglos como el toreo mismo, manteniéndose como sostén del mismo un único denominador común: la bravura del toro.
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BRAVURA, INSTINTO DE DEFENSA
La bravura, otra característica esencial del ganado de lidia, no fue consustancial al toro en sus orígenes, sino un evento cultural del ser humano, digno de toda admiración, asegura Del Moral. Como fuerza de brutos definen algunos diccionarios la bravura; y como acción de acometer resueltamente y con constancia, otros. A la bravura se le ha considerado como un instinto de defensa provocada por la cólera del toro en el instante de ser molestado, o como miedo o cobardía ante lo desconocido, o como una misteriosa y natural violencia del toro que ataca a cuanto se mueve o le excita.
Una de las características de la bravura es crecerse al castigo, en lugar de huir. El toro verdaderamente bravo, explica el autor español, antes de acometer a su presa, le avisa. Jamás ataca a traición. Se cuadra y se coloca en rectitud ante quien quiere ahuyentarle, le mira fijamente, adelanta las orejas, levanta la cabeza y, a veces, retrocede o avanza a leves pasos antes de arrancarse.
Igualmente, debe embestir con prontitud, con nobleza, sin cabecear, siguiendo con fijeza al objeto que persigue para cornearlo, sin cansarse, aunque nunca logre alcanzar a su enemigo.
Del Moral, en el tratado antes citado, describe al toro de lidia: "Entre todas las criaturas del reino animal no hay ninguno que reúna caracteres tan bellos y a la par misteriosos como el toro bravo. Algunos son agresivos y fieros, otros tienen el encanto de la nobleza y la fidelidad, unos atraen por su fuerza, por la armonía de su estampa o su pelaje, y también los hay majestuosos y altivos."
Solo el toro de lidia es, al mismo tiempo, poderoso, arrogante y armónico, bondadoso y agresivo; algo así "como un guerrero que lleva escrito en sus genes el mensaje de la bravura y tiene una crianza lujosa hasta su madurez, justo el momento en que debe morir".
Para el veterinario Sanz Egaña la bravura es "un instinto defensivo, o, mejor aún, un instinto de liberación que se manifiesta por una reacción de carácter voluntario frente a un estímulo exterior". El toro responde por reflejo mediante dos componentes distintos: uno de excitación y otro motor, acusado por reacciones exteriores precisas y ordenadas. La bravura se hace ostensible para el espectador mediante la embestida, cuya rectitud y fijeza ha de ser denominador común de su comportamiento, pero puede observarse en otros muchos detalles en el curso de la lidia. Así, al salir de chiqueros, al arrancarse con viveza ante los capotes desde cualquier terreno y rematar en tablas, sin intentar nunca saltar la barrera; al entrar a los capotes sin levantar las manos (patas delanteras) ni puntear ni derrotar en el engaño ni cortar la salida en la terminación del pase; al arrancarse de largo ante el caballo, bajar y remeter la cabeza contra el peto, soportando el castigo de la vara sin cabecear, sino metiendo los riñones y levantando el tercio posterior para intentar el derribo del enemigo; no cortar la salida ni berrear en los pares de banderillas y embestir por derecho y templado a la muleta sin salir suelto tras el remate del pase ni acortar el recorrido ni abrir la boca en el transcurso de la faena de muleta, para cuadrar bien y pronto a la hora de la muerte. En tiempos se decía de un torero era bravo cuando poseía una valentía singular.
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TRAPÍO

El trapío corresponde al fenotipo, es decir, a la apariencia externa y al comportamiento del animal. 
Según José María de Cossío, se llama trapío de una res "al conjunto de caracteres de apreciación visual que hacen juzgar de su aspecto, estampa y probables condiciones de lidia", si bien por antonomasia por trapío se entiende el buen trapío. En el toro de trapío se exige energía y viveza de movimientos que indiquen su nervio, piel fina o aterciopelada que transparente su potente musculatura, que haga aparecer al animal flaco sin estarlo. Este toro será de esqueleto fino, que se reflejará en su cabeza, cabos (extremos de las patas) y pequeñas pezuñas; será de cuello proporcionado. Los cuernos estarán bien puestos y serán de tamaño medio. 
La cabeza en el toro deberá ser más bien pequeña que grande; la frente o testuz será ancha y cubierta de pelo rizado; las orejas, situadas debajo de los cuernos, no deben ser grandes y sí vellosas y movibles, indicando nerviosidad y nobleza, y no padecer sordera ni parálisis. 
Los cuernos serán fuertes y bien pulidos, puntiagudos, bien dispuestos (con dirección lateral primero, luego hacia delante y finalmente hacia arriba y de color oscuro); el hocico, también oscuro, fino y fresco; los ojos, brillantes y encendidos, y más bien grandes que pequeños. El cuello, en general, deberá ser grueso y corto. 
Según la inclinación de la espalda, se deducirá la aptitud más o menos corredora del bicho. La cruz, rubios o agujas, es el punto de unión del cuello con la línea dorsal. Según sea más o menos patente se llama a los toros altos o bajos de agujas. El dorso deberá ser recto; los lomos amplios y musculosos. El vientre de escaso desarrollo, galgueño, aunque bien conformado, y los órganos genitales machos, de normal desarrollo y bien descolgados. 
La grupa deberá estar bien desarrollada y las ancas (extremidades posteriores) no serán muy salientes ni tampoco muy próximas. En las patas, tanto el antebrazo como el brazuelo deben ser largos y musculosos. El tendón flexor, despegado y bien desarrollado, así como la rodilla y la canilla gruesas y robustas. Las pezuñas o pesuñas serán pequeñas, duras, casi pétreas, brillantes, sin hendeduras y de color oscuro. 
El nacimiento de la cola se llama penca o muslo, el cual debe ser de alta inserción, bien poblado en su borla o terminación, que sobrepasará los corvejones (articulación en la parte inferior de la pata y superior de la caña o canilla.
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Entrada a la Plaza:  El Paseíllo
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Toreo Capa
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Toreo Muleta
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