Por: Josefina Barrón
Lima. Puente Piedra. Ventanilla. Pasamayo. Neblina. Huacho. Desiertos, carreteras, camiones, mototaxis, pueblos, gentes. Más allá habrá que virar el timón y seguir hacia el este. Lomas que brotan sobre las estribaciones andinas apenas uno se desvía. Una quebrada estrecha y dramática. Es un secano reverdecido, uno de esos valles que los yungas hemos sabido inventar para hacernos peruanos. Allá arriba, el campo es un milagro. Respira, cuerpo. Agua. Árboles y sus raíces. Pasturas. Aves. Vida.
El destino final: una ganadería de lidia. Un torero. Su padre, su abuelo, aguardan en la pequeña plaza del ganadero a por cada una de las vaquillas que serán soltadas en la arena para que muestren su natura. Hay cierto nerviosismo en todos nosotros. De ellas dependerá perpetuar el linaje. Ellas tendrán que volverse en gestoras de la fiesta brava. No todas serán las elegidas.
En esa arena el toro de lidia nacerá antes de venir al mundo. En el temperamento de su madre, en su fiereza, en su resistencia, en los matices alegres, tristes, incómodos, agresivos de su pelea, en la nobleza de sus embestidas, en la pasión y calidad de su entrega, y en todas y cada una de las virtudes que irá revelando guiada por quien la cita, quien le ofrece el capote, la muleta, quien la conduce a la pica, ante el ganadero que la estará observando desde que ingresa por la puerta de toriles.
Es esta una compleja combinación de vida y muerte a la que percibimos como peligro y que ella deberá transmitir, porque esa es la esencia de su raza salvaje, indómita, irreductible a nosotros.
El toro de lidia vive cuatro años al aire libre. Hasta que llega la hora de la lidia, nunca antes se le pide que pelee. Nunca habrá estado frente a un torero, menos aún en una plaza. Durante los quince minutos que aproximadamente dura el ritual con todas sus suertes, el toro de lidia embestirá, luchará, responderá al influjo de su sangre, hará caso de su memoria genética. Porque ha nacido para pelear, se enfrentará al reto de la muerte. No ataca para comer ni deja de hacerlo cuando ha satisfecho su apetito, como el león. No huye cuando recibe un puyazo, quizás como el búfalo o el lobo. Todo su ser, todo su cuerpo y su existencia le obligan a seguir luchando. No saldrá corriendo. No huirá. Por eso es único. Por eso es un animal de lidia. Se mantendrá cerca del rival hasta el último aliento y aun así permanecerá dando pelea. Esa es su virtud. Esa siempre fue, desde tiempos inmemoriales.
Podrá ser indultado, podrá obtener de vuelta su vida. Regresará al campo en que nació, de donde
vino, y nunca más peleará. Vivirá apadrillando las vaquillas que han merecido su gracia. Será padre, será viejo, será abuelo, tío, oirá el canto del agua, dormirá con los grillos, despertará con los gallos, su nombre será mencionado, quizás sea una leyenda si el matador lo supo conducir a ella. Agradecida estará la naturaleza, sus árboles, sus ecosistemas, porque de toros de lidia que enfrentan a la muerte dependerá la vida.
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